Cosas de Reyna

Las ataduras del silencio



Primera parte.


Pudiera empezar el tema de la semana mencionando los datos de la Secretaría de Salud en México, que advierte que cada cuatro minutos ocurre una violación en México. Pero no es el sentido que pretendo darle a este post. No al menos en esta ocasión.


Tampoco deseo hablar de cifras y estadísticas en torno al tema. Más bien quisiera referirme a quienes han pasado por estas circunstancias y en particular los niños y las niñas. Hablar de esta lacerante realidad es necesario para romper las ataduras del silencio que equivocadamente la sociedad ha impuesto. Paradójicamente, pareciera que adultos escriben para adultos pero no para los niños quienes son los ultrajados.


Abordar pues esta cuestión desde la perspectiva de los niños es tarea casi imposible. Pero al menos hacer una aportación –por humilde que ésta sea-, pudiera mitigar -acaso- el dolor a los seres que han pasado por este trance. Niños de ayer, hombres y mujeres de ahora. Para ellos y ellas. Para quienes han transitado ese camino y han sabido crecerse.


Es una dura realidad que no debemos permitirnos soslayar. Tristemente el orden de los factores impuesto por falsas creencias de lo correcto e incorrecto, deriva en una vergonzosa lista de prioridades a atender: el delincuente, los estigmas sociales construidos a base de ignorancia, la familia y finalmente el menor agredido.


Si bien el eventual encarcelamiento del delincuente es relevante, lo cierto es que esa acción poco o nada ayuda al menor debido a que a su edad –sobre todo cuando son muy pequeños- no alcanza a comprender de bien a bien el castigo impuesto por el Estado. Tal vez sea la familia la que sienta que de alguna manera se lava la afrenta. ¿Y el menor? Queda al final. Para él, el mundo entra en un caos inexplicable. Las discusiones van y vienen sin sentido: Los padres se recriminan mutuamente; el hijo (a) asume consciente o inconscientemente una callada culpabilidad que no le corresponde. Los estereotipos sociales orillan a que la familia pretenda ocultar el hecho. Comportarse como si nada hubiera pasado es la consigna. Voces que callan. Silencios cómplices, culpables, manifiestos, atribulados, desorientados, agobiantes. Por eso no tenemos cifras exactas en torno al tema. Infinidad de casos quedan bajo sombras.


Actuamos sin sentido y nos comportamos peor. Nos gobiernan estigmas sociales donde sin piedad distinguimos el “nosotros” del “aquellos”. Con soberbia asumimos que en el nosotros está garantizada una vida sin eventos de esta naturaleza y en el aquellos segregamos a quienes han sido violentados en su integridad física. ¿Somos pues una sociedad inteligente o seres aplastados por los estigmas sociales? Dejemos entonces esas lápidas que vamos cargando en forma por demás innecesaria y aberrante y afrontemos un mundo de realidades con realidades.


La sociedad crea estereotipos que por lo mismo son falsas concepciones de los hechos y a partir de ahí, generamos respuestas que creemos son las correctas. La paradoja es que cualquier código penal establece con claridad el concepto, alcances, medidas, sanciones y formas de castigo. Pero nada refiere la ley con la misma puntualidad respecto a las y los niños que precisamente por ser vidas infantiles, toda su vida cargarán con esta experiencia. La protección es escasa si no es que nula o impráctica porque para iniciar no todas las violaciones se denuncian ni se brinda la atención integral que se requiere en los casos que llegan ante las autoridades.


Son las voces infantiles que callan o se apagan. Risas que dejaron de serlo. Infancia con huecos. Miradas insondables o que se rehuyen. Sentimientos que se guardan en el último cajón porque se teme sufrir o externarlos. O ambas cosas. Llantos que no acaban y lágrimas que no se derraman. Gritos callados en la obscuridad. Noches enteras sin dormir o dormir para olvidar por unas horas. Conductas que no se alcanzan a comprender porque solo quien vive ese infierno sabe lo que significa. Sed de abrazos en el justo momento. Preguntas sin responder. Palabras que nunca se pronunciaron. Silencios no pedidos ni queridos. Ausencia de ternuras, exceso de atenciones forzadas o culpables. Brillos apagados antes de ser y estar.


Niños que se hacen adultos en segundos. Caracteres que se forjan, maduran y desarrollan. Etapas de vida que se viven rápidamente, casi sin saborear cada una porque el tiempo apremia pensando que la que sigue será mejor que la anterior. O para marcar distancia. El acento en la denuncia se traduce en ser personas con conducta justa y responsable. Precisamente lo contrario a lo que recibieron. En suma, se convierten en ciudadanos de calidad cuyo mayor atributo es la consonancia en su labor como personas íntegras. Grandes entre los grandes porque encauzan sus vidas ejemplarmente. ¿Acaso hay algo mejor que retribuirles esa grandeza mediante el seguimiento puntual y absoluto de los casos conocidos y por conocer? ¡Y aun así les quedamos debiendo tanto como Sociedad!


En la siguiente columna la segunda parte: La historia.