Cosas de Reyna

Llueva, truene o relampaguee, como política de Estado


Foto tomada de Google.com
Imagen tomada de google.com

Recuerdo que, en mis épocas escolares de primaria y secundaria, difícilmente podíamos dejar de asistir a la escuela. No había poder humano que convenciera a nuestras madres que esa tosecilla -simulada- era el inicio de una neumonía o que ese dolor de cabeza podía ser más serio de lo debido, aunque colgáramos unos ojos lagrimosos y en nuestros rostros se reflejara el gran dolor que fingíamos tener. Con voz autoritaria escuchábamos la sentencia materna: Llueva, truene o relampaguee, vas porque vas a la escuela. Y ahí íbamos, arrastrando la mochila, pensando en nuevas formas de convencer a esas mujeres inflexibles y rigurosas. Las excusas nunca cristalizaron.

 Traigo esto a colación a raíz de la declaración del presidente Andrés Manuel López Obrador, en el sentido de que Llueva, truene o relampaguee, habrá clases presenciales en agosto, ya que asegura que el avance de la vacunación contra el COVID-19 favorece esa decisión. Las escuelas han permanecido cerradas desde el 23 de marzo de 2020.

 

Ante tal declaración presidencial se ha dejado venir un alud de posturas a favor y en contra. No es la intención de esta columna profundizar en la parte relativa a la conveniencia o no de las clases presenciales o virtuales. Solo anotaré que tal parece que es solo en las aulas donde se puede contraer el virus porque los parques, cines, restaurantes y diversos espacios públicos y privados en ambientes cerrados y/o abiertos, la concurrencia es nutrida. 

 

Lo que llama poderosamente mi atención es el refrán tan mexicano que utilizó AMLO. ¿No es curioso que nadie, en ningún momento ha dudado del alcance de esa frase aplicada al regreso a clases? Sucede que todos, sin excepción hemos entendido el mensaje, estemos o no de acuerdo con él. Y es aquí donde reitero la importancia de la educación recibida en casa. Esa frase que en alguna ocasión nos pareció injustamente aplicada, indebida e ilegal a la luz de nuestras mentes y lágrimas infantiles, fue, entre otras enseñanzas, parte importante de la formación como personas y como ciudadanos. Hoy, quienes crecimos bajo códigos familiares estrictos, leyes de casa ante los que no procedía amparo alguno, vivimos bajo la premisa de que cumplir con nuestros deberes simplemente no tienen excusa. Con respetuosas excepciones y otros tantos excesos, aquella rigurosidad nos vino bien.

 

La cultura popular mexicana es rica en refranes y proverbios,  frases que condensan la sabiduría popular, que brindan consejos, creencias o definiciones para toda ocasión, sea de salud, dinero, amor o desamor, de amigos, familia, etcétera, que reproducen el sentir social sin distinción de clase y que cumplen a cabalidad con un sentido de comunicación democrático y abierto puesto que el uso de ellos entra incluso a las aulas de todos los niveles académicos. En mi vida como profesora universitaria, no es raro que algún estudiante universitario pretenda explicar un tema haciendo uso de un refrán o que al revisar una tesis doctoral encuentre una pulida redacción apoyándose en alguno de los cientos que tenemos los mexicanos.

 

Entonces, ¿que tal que se incorpore como política de Estado el refrán de Llueva, truene o relampaguee aplicado a tantos aspectos en los que medio cumplimos, no cumplimos o simplemente simulamos? Al menos tendremos la garantía de que nadie podrá decir que no entendió o que requiere una interpretación de la Suprema Corte de Justicia. Vaya, si las políticas de Estado son diseñadas a manera de acciones de gobierno para lograr objetivos generales de interés nacional, ¿porqué no decirlo y plasmarlo de la manera más clara y transparente posible? 

 

Desde luego, lo anterior lo afirmo con sarcasmo. Quiero decir que no requerimos lenguajes floridos, frases inentendibles con pretensiones ¿fallidas? -muchas veces- de una cultura arrancada a google en páginas del inframundo académico y cultural o simplemente escuchadas por ahí y que suenan apropiadas al parecer de quien las utiliza. 

 

Democratizar el lenguaje debe por necesidad ser premisa de Estado. Vulgarizarlo y corromperlo es otra cosa.

 

Basta ya del  abuso de la retórica, esa disciplina que nos proporciona herramientas y técnicas par expresarnos de la mejor manera posible, puesto que la han ido distorsionando lastimosamente. La retórica era un arte. Ahora entiendo porqué la Real Academia Española introdujo el verbo cantinflear, pues lo define como el hablar o actuar de forma disparatada e incongruente y sin decir nada con sustancia. 


Recuerdo que en otras épocas de la política mexicana, el escenario era más importante que el discurso. El traje o el vestido suplían (oh Dios!!) la verborrea de aquel que haciendo uso del micrófono sentía que por ese solo hecho era un iluminado. 

 

Es hora de volver al lenguaje sencillo, honesto, transparente, democrático por cuanto que todos entendemos y comprendemos su alcance y consecuencias.

 

 Así que cuando AMLO aseguró, bajo los argumentos arriba señalados que llueva, truene o relampaguee el regreso a clases será en agosto, nadie dijo que no entendió.

 

 

 

 

 

El gobierno que viene. Estatal y Municipal

 


Sonora tendrá –una vez más- la oportunidad sexenal de dar un giro positivo en términos de administración pública estatal y municipal. Afirmo que una vez más porque en el pasado reciente y el no tanto, los gobiernos se han caracterizado por engrosar cada vez más la nómina burocrática a través de distintos mecanismos, unos más frívolos que otros. Desde contrataciones por honorarios hasta plazas cuya justificación sencillamente no se entiende, o, peor aún, creando estructuras administrativas adicionales que al final de cuentas solo sirven para generar empleos a los allegados o con quienes se tiene compromiso, cualquiera que sea la interpretación de esta palabra.

Ante el panorama tan incierto que tenemos en materia de salud y por ende con impacto en todos los ámbitos, empresarial, comercial, turístico, de servicios, educativo, etcétera, no queda otra más que, ahora sí, transparentar no solo el ejercicio de la actividad gubernamental en su conjunto, sino cuántos y qué hacen todos y cada uno de los funcionarios y empleados estatales y municipales, con miras a evaluar la productividad, eficacia y eficiencia de las actividades que realizan. Basta de servidores públicos que solo se pasean por los pasillos con sendos expedientes de nada, solo para aparentar una ocupación real que sencillamente no tienen. Aplica para la administración directa, paraestatales y paramunicipales.

Basta de asesores cuya existencia no se justifica dado que los propios funcionarios deben ser por su propia naturaleza, los mejores asesores.  Por separado y en su conjunto.

No, estas administraciones públicas nuevas no tendrán el mismo panorama de antaño. Tampoco podrán actuar en la inercia de los anteriores. El desafío es grande, enorme. La peor parte la han llevado los municipios estos dos últimos años bajo el azote de la pandemia; queda claro que hubo ayuntamientos que verdaderamente se aplicaron incluso con sus propios recursos para sacar adelante las necesidades más apremiantes. Esto implica a la vez, la pertinencia de elaborar un análisis puntual de los rubros que se consideraron en los planes de desarrollo actuales para incorporar y/o reforzar aquellos que la comunidad sigue demandando aunado a la visión de quienes integrarán los nuevos ayuntamientos.

 Es aquí donde entra la necesidad de contar con perfiles adecuados, con experiencia, con capacidades y habilidades para ser designados como funcionarios públicos. Es aquí también donde puede iniciar una verdadera reingeniería administrativa, objetiva, funcional, austera y de resultados. Una reingeniería que inicie por los qué debe hacerse y cómo, a partir de las leyes y reglamentos, bajo una perspectiva de hacer más con menos. Aún no termino de comprender cómo es que, con tantos sistemas operativos tecnológicos, con tanta inversión en la materia, se sigue contratando más y más personas.

Por otra parte, tenemos la existencia de la Comisión de Mejora Regulatoria de Sonora que entre sus funciones está la de eliminar obstáculos innecesarios a empresas y ciudadanos, eliminar la discrecionalidad de los funcionarios y optimizar el quehacer gubernamental. Es claro que la política debe ser la austeridad y agilidad en el ejercicio mismo de la función pública, no en la asignación de recursos para los distintos programas de desarrollo. Se trata de revertir el 90/10, donde el 90 significa pago de nómina y el 10 –si acaso- a los programas gubernamentales. Así sencillamente no se puede avanzar.

 Así las cosas, en diciembre de 2019 entró en vigor la Ley de Austeridad y Ahorro del Estado de Sonora y sus Municipios, la cual tiene como objeto establecer pautas para regular las medidas de austeridad en el ejercicio del gasto público estatal y municipal, así como coadyuvar a que los recursos económicos se administren con eficacia, eficiencia, economía, transparencia y honradez.

Entre otros destacados aspectos, se advierte la prohibición de la duplicidad de funciones. También se establece la optimización de estructuras orgánicas y ocupacionales en todos los niveles y categorías, en tanto la creación de nuevas plazas deberá estar plenamente justificada. Insisto entonces en esa reingeniería administrativa no solo para evitar la duplicidad en cuestión, sino la simulación que campea en muchas dependencias.  

Pese a lo útil y necesaria de esta ley, considero que una administración saneada desde su origen, desde su estructura misma, con pilares sólidos, puede ayudar mucho a la optimización de recursos, a que los programas gubernamentales cuenten con los debidos apoyos económicos y que no se dispersen en pagos de nóminas, honorarios y gastos operativos innecesarios.

De otra forma, seguiremos teniendo ese aparato gordo, obeso, lento, ineficaz e ineficiente con una ley de austeridad aplicada a medias, como las dietas fallidas-