Cosas de Reyna

En el recuento


Hasta que finalizó preparatoria mi hija, comentó que su deseo era estudiar Diseño Gráfico. Me quedé de una pieza. ¿Qué carambas era exactamente eso? Acudí presurosa a internet a documentarme e ilusamente creí entenderlo. ¡Que lejos estaba de la realidad!

Como mamá de una Diseñadora Gráfica que hoy culmina sus estudios, he pasado por lo que muchas: Aprendí que al igual que sus colegas, no es capaz de cambiar un mueble sin antes hacer un boceto y que hacer un mapa va mas allá de dos o tres líneas. Entendí que en efecto, no saben en qué día viven, ni en qué mes y a duras penas distinguen el año en que estamos. Que por sus venas corre café en todas sus versiones, que ingieren cualquier rara bebida escogida solo por el diseño que porta el envase y que los colores no son rosa bajito ni rosa subido: Que tengo que consultar la guía Pantone y sospecho que su guardarropa haya sido y sea escogido previa consulta. Que además tengo prohibido tratar de colgar un cuadro en su habitación y menos aun colocar un adorno. Suponiendo que así sea, pasaré antes un minucioso examen sobre su origen, valor cultural, impacto gráfico, definición de colores, etcétera, todo para que al final ella diga que luego lo coloca. O sea nunca.

Primero temí y después comprobé que el Photoshop es una extensión corporal de los Diseñadores Gráficos. Entendí que jamás de los jamases debía enviarle correos con la letra Comic Sans y sí en cambio en la Helvética. En todo el tiempo que duró su carrera nunca la vi con las manos limpias literalmente. Siempre estaban pintadas de algo, al igual que su ropa. Cuando en una de las primeras ocasiones fui a visitarla a su departamento, topé con una vieja mochila cargada de aerosoles de todos colores. ¡Santo Dios, mi hija graffitera!! No era así: solo fueron parte de sus herramientas escolares. Ya no recuerdo las veces que me corté las manos con un cutter puesto en el baño, en la recámara, en la cocina o en cualquier cajón. En la cajuela de su carro encontraba de todo: el cubo de la muerte, aerosoles, gasolina blanca, aceites, pinturas, etcétera. En suma, una bomba ambulante. Me la he llevado de asombro en asombro. Y la cuenta sigue.

Tuve que transitar entre tener una hija normal y una Diseñadora Gráfica, todo en un proceso muy rápido para evitar mayores confusiones y problemas. Padecí cuando me percaté de sus cambios de horario: Dormir de día y trabajar de noche. Hablarle por teléfono celular a las nueve o diez de la mañana, nunca. Hube de ir asimilando sus cambios paulatinos de gustos musicales y de cine. Hoy solo ve películas raras, indie y música sacada de no sé dónde y que solo ella y sus compañeros aplauden y disfrutan. Cada vez que vamos al cine, he de esperar pacientemente hasta que lea las última letritas de todos los créditos. Yo, que antaño acostumbraba leer solo los principales, ya no más.

He recorrido grandes distancias en los malls solo para localizar la camiseta con el diseño preciso y sin pixeles. También he conocido a gente que jamás en mi vida pensé que existiera: Andi Warhol, Ale Ros, Sarah Gardner, Marian Bantjes, Paul Rand y Laura Varsky, entre otros. No puedo decir que no hay libros raros en casa. Abundan. Al igual que revistas, películas y documentales. Se siguen sumando.

Será eso y más, pero no saben cuánto cuesta un kilo de tortillas ni se les pega el nombre de las calles. Sus referencias son: enseguida del anuncio con letras de tal o cual estilo o cerca de la casa que tiene barandal rojo coca cola. Olvidan sus citas al dentista pero son capaces de sostener una larga conversación sobre detalles nimios de la película que vieron hace sabe cuántos meses. ¡Y quieren que uno recuerde al igual que ellos!

Me he acostumbrado a que llegue paquetería a casa proveniente de cualquier rincón del mundo conteniendo diseños de diversa índole. No me extraña que a altas horas de la madrugada chatee con sus amigos. Ya no vivo preocupada porque no duerme. Sé que lo hará durante horas y horas cuando el sueño le apriete. Tampoco me extraña que por mucho tiempo no pronuncie palabra. En cualquier momento aparece y conversamos largamente.

¿A qué horas dejé de ser su heroína y tomó mi lugar Steve Jobs el dueño de Apple y de las computadoras Mac? Lo desconozco.

Con todo, hoy que gradúa Eli, sé que escogió la carrera justa para ella. Ahora mismo pienso que su vocación nació cuando de niña veía mil veces los capítulos de Art Attack de Disney y cuando pedía crayolas de todos, pero todos los colores a Santa. O tal vez fue cuando recortaba mis revistas Cosmopolitan incluso las que aun no leía. No era raro toparme con una página,- por lo regular la mas interesante- con algún tijeretazo.

En suma, ha sido y es lo mejor que pudo haber estudiado. Y empieza apenas lo bueno.

María.

Había que cruzar el callejón de un lado al otro para llegar a la casa blanca con porche lleno de plantas y con olor a humedad. Detrás de la pequeña vivienda había un riachuelo que nos deleitábamos en cruzar una y otra vez. De ahí al patio trasero para volver por el frente, donde María tenía siempre una jarra de barro con agua fresca.

María. La eterna, imborrable y misteriosa María, hermana de mi abuelo materno.

Quien sabe porqué pero nunca pude descifrarla. De niños suplicábamos que nos permitieran ir a su casa y, cuando obteníamos el ansiado sí, mis hermanos salían corriendo hacia allá. Yo prefería irme despacito, admirando los grandes árboles del corral de los Dagnino, Cipiranos, Cuevas o de los González. O simplemente me iba contando los pasos (largos, cortos o saltando en un pié según escogiera) de una esquina a la otra. Porque en el exacto lado contrario del callejón tenía su casa mi nana Ema. Así que en una esquina vivía mi Nana Ema con quien nos quedábamos en las largas temporadas de verano y en la otra mi Nana María, a la que nos acostumbramos a llamarle María a secas.

María significó y significa muchas cosas para la familia. No hay reunión familiar donde por cualquier circunstancia no salga a colación. Aún la veo cruzando el callejón: pequeñita, enjuta, vestida casi siempre de negro, con su peluca debajo de la mascada inseparable. Como sucede en todas las familias, hay historias que rodean a ciertos personajes y la de María es especial tal vez por diferente, tal vez por triste o tal vez porque está llena de soledad.

Aunque tenía un hermano tipo Otelo, casó con Ramón. Se dice que en su época de novios recurrió a sus sobrinos para que llevaran y trajeran sus cartas de amor. Pero enviudó joven. Tuvo dos hijos y uno de ellos falleció por muerte de cuna. Quien sabe como estaría eso, lo cierto es que ella cargó ese peso toda la vida.

Siempre nos preguntábamos porqué usaba peluca. Uno de mis hermanos logró una noche atisbar por la hendidura de la puerta: Quedó admirado cuando al quitarse el postizo, dejó al descubierto una espléndida cabellera larga y bella. Ya cuando estaba muy mayor y enferma, me tocó verla así. El cabello era larguísimo aunque ralo y blanco, blanco. Fue impresionante. María tampoco podía llorar. Dicen que siempre se quedaba atacada. Sus ojos estaban secos y su mirada profunda decia tantas cosas que (creo) prefería callar. A veces pienso que tenía dolores muy fuertes en el alma, que la peluca era un auto castigo y que las lágrimas se le agotaron en esas penas. Hoy estoy segura que así fue.

Evitaba salir de día. Encerrada en su casa, cosía y cosía en una vetusta máquina Singer. O hacia tortillas gorditas riquísimas o un espantoso arroz con leche en la estufa de leña de su pequeña cocina. Nadie le ganaba a ordeñar las vacas. Diligente y dispuesta a ayudar en labores domésticas. Odiaba a los perros. Tenía una puntería endiablada y peor aún, fuerte. Aventaba peñascazos mortales. Fumadora y cafecera, justificaba sus ansias de tomar café sin cesar, argumentando que el anteriormente tomado estaba frioso, azucaroso, calentoso o asentoso. Asi que este circulo nunca acababa. Hoy en la familia es común referirnos al café de esa manera, sólo para repetir la segunda taza.

Dicen que cuando sus sobrinos la llevaron por primera ocasión Cursivaa pasear a la Ciudad de México, no terminaba de maravillarse. Jamás había salido de su pueblo ni del callejón de su casa. En uno de esos viajes fueron a ver la película “El Castillo de la Pureza”. Salió furiosa del cine y lo menos que dijo de Claudio Brook fue que era un viejo vaquetón y sinverguenza. O cuando, al bajar de un taxi, cayó al suelo y el taxista asustado la levantó. Nunca lo hubiera hecho. Le lllovieron bolsazos y palabrotas. Ahí si habló y bastante.

Hay muchas historias en torno a María, unas alegres y otras que simplemente rasgan el alma. Los que la conocimos guardamos en nuestros recuerdo una parte de María. Por eso estoy segura que ella no se fue, sino que se repartió en pedacitos para todos. Por mi parte, prefiero recordarla como la ví algunas veces: alegre y platicadora. Porque así era cuando ya siendo abuela María, mi Nini iba por ella y se la llevaba a casa por varios días, donde disfrutabamos enormemente su presencia y era atendida como lo merecía. Porque en las pocas ocasiones que la vi sonreír, se iluminaba su rostro de tal manera que resplandecía su alrededor.

La María de mis recuerdos es libre y es feliz. Es alegre y vital. Como me hubiera gustado verla siempre. Como debió haber sido.