Cosas de Reyna

Ese misterio llamado PIB, Producto Interno Bruto



Los ciudadanos comunes sentimos cierto rechazo a temas que consideramos que son para economistas o estadistas. Siento que, con mucho, ha sido una torpeza del sistema educativo nacional de todos los tiempos, el no poner el acento desde las aulas primarias a aspectos tan medulares como es el crecimiento económico del país y las formas de medirlo. Al final de cuentas, es algo que necesariamente habrá de incidir en el desarrollo personal y profesional de los estudiantes desde sus primeros años. ¿Porqué no entonces introducirlos a estos temas? 

Uno de los temas que está sobre la mesa de las economías internacionales es el concepto actual del Producto Interior Bruto (PIB), indicador económico que refleja el valor monetario de todos los bienes y servicios finales (los que el consumidor final compra) producidos en un país en un determinado tiempo; normalmente se calcula por trimestre y año. Por decirlo de una manera coloquial, es una forma de medir la riqueza de un país. Es una contabilidad nacional, vaya. 

El Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) indica cada tres meses y después anualizado, cuál fue el crecimiento del PIB. Mucho gusto, opinamos sarcásticamente una gran mayoría de mexicanos que no entendemos nada sobre ello. En realidad, no es así, dado que el poder adquisitivo personal va intrínseco en tales mediciones y escasamente lo percibimos. Acorde al actual concepto del PIB, los porcentajes de crecimiento o decremento de aquel nos van indicando si la salud de la economía se recupera, si avanza o no, en un contexto global por país o por región. Si aumenta, es un indicador de mayores posibilidades de empleo, de sueldos, de mayor poder adquisitivo y por ende de elevar el consumo de bienes y/o servicios. Si se deprime, sucede lo contrario.

No es algo tan sencillo, desde luego. Pero a grandes rasgos así es. Este indicador PIB provee información, además, para la búsqueda de nuevas políticas públicas centradas en el valor del bienestar social, sin embargo el indicador base es netamente de carácter económico. ¿Cómo conciliar esto?

Lo anterior viene a colación debido a que recientemente el presidente Andrés Manuel López Obrador señaló que en vez de crecimiento se debe hablar de desarrollo y en vez de hablar del PIB se debe hablar de bienestar y en vez de material, se debe pensar en lo espiritual. Ante esto, un alud de críticas y otras a favor de su postura. Pero es claro que a partir de la pandemia del COVID-19 las mediciones en todos los ámbitos deben cambiar o modificarse ¿Porqué no el PIB? 

Cabe precisar que no es con la desaparición del PIB como vamos a mejorar, pues es claro que lo que no se puede medir no se puede mejorar, pero sí es oportuno crear un índice alternativo que mida el bienestar, la desigualdad, la felicidad del pueblo. La empresa World Happiness Report realiza cada año esta última medición. En una lista de 150 países, el de mayor felicidad es Finlandia con 7.81 (en un rango de 0 a 10) y el menos Afganistán. México ocupa el lugar 24[1]. No es algo superfluo si consideramos que ninguna economía saludable sustituye a la felicidad de los individuos, traducido como índice para una vida mejor, como bien indica la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico, OCDE[2]. Es tener salud, buen empleo, disfrutar de un buen balance vida-trabajo, seguridad personal, redes fuertes de amistades, vivienda, igualdad, satisfacción ante la vida y prosperidad. 

A manera de comparación simple, ¿De qué sirve que una familia posea grandes riquezas si ninguno de los miembros es feliz, si no se tiene tranquilidad o paz, si existen conflictos, si se generan constantes pleitos centrados en la economía y no en la felicidad de cada uno y de todos? Lo mismo sucede con los países y las naciones respecto al PIB.  Una economía saludable no garantiza el bienestar de todos.

Veamos algunas posturas de jefes de estado y de gobierno:

En 1972, Jigme Singye Wangchuck, rey de Bután (Asia)  propuso un indicador nacional que denominó Felicidad Nacional Bruta (FNB). Esta fue su respuesta a los constantes señalamientos por la pobreza económica de aquel país. El problema es que en aquel tiempo el concepto no era medible internacionalmente por la subjetividad que implicaba el concepto. Pero la remembranza sirve para indicarnos los inicios de esta nueva medición relacionada intrínsecamente con el ser humano más que centrada en la economía.

Jacinda Ardern, actual primera ministra de Nueva Zelanda recién indicó que, aunque la economía de ese país es saludable (con un crecimiento del 2.5% del PIB en 2019 y 2.9% en 2020) no es algo de lo cual congratularse. Arden es una de las primeras gobernantes que afirma que la prosperidad macroeconómica no va necesariamente acompañada de una mejora material para la población. Ese país tiene una tasa estancada de propietarios de vivienda y los índices de suicidio se elevan, en tanto que la gente necesita cada vez más el apoyo de asistencia social. Así que a partir del 30 de mayo de 2020 el PIB desaparecerá de aquel país y se instaurará un nuevo índice: el de bienestar de la ciudadanía, como herramienta que medirá varias variables como son:  pobreza general e infantil, violencia doméstica, salud mental, identidad cultural, medio ambiente, vivienda, vínculos sociales, rehabilitación de presos entre otros. 

Jacinda Ardern afirma que el desarrollo del tejido social es relevante: “Hacer un nuevo amigo puede tener el doble de importancia que la capacidad del ciudadano de ir al departamento de emergencias”

Tal vez para países de primer mundo como Nueva Zelanda, esto sea posible. Considero que nosotros no estamos aun preparados para ello. Nos falta recorrer un largo camino a punta de transparencia, cero corrupción, educación y salud de calidad, erradicación del narcotráfico. Nada sencillo, pero tampoco imposible. 

Un primer paso nos acerca más que quedarnos estáticos. 

Hoy por hoy el PIB como herramienta de medición en México es útil para muchos propósitos económicos y para la toma de decisiones de política pública pero no para medir el éxito económico y de felicidad de las personas. Dicho de otra forma, el vínculo entre el crecimiento general y el ingreso personal se esfuma, a menos que seas Carlos Slim, German Larrea, Ricardo Salinas Pliego, Alberto Baillères y otros cinco o seis más. De la felicidad de ellos, será otra historia. 






[1] https://worldhappiness.report
[2] https://www.oecd.org/centrodemexico/medios/la-clave-para-alcanzar-la-felicidad-radica-en-tener-salud-y-un-buen-empleo-ivm.htm

El día de la marmota y el COVID-19

imagen tomada de Google.com
Recuerdo los primeros días en que, asombrados, leíamos y escuchábamos las noticias sobre un virus que provenía de China. ¡Se veía tan lejano! ¿La información argumentaba que había aparecido por primera vez en una ciudad de aquel país, Wuhan… Wu… qué? Nos preguntábamos. De inmediato procedí a leer como quien lee una noticia más de una enfermedad más, de un país lejano, pensando que la distancia respecto a aquel país oriental era tan grande que aquí no pasaría nada, aunque sin dejar de lamentar los estragos que estaba causando en corto tiempo. Pensé, como simple mortal que soy, que no tardarían en controlar al dichoso virus. No creo haber sido la única que pensó igual.

Como suele pasar en nuestro folclórico país, no tardaron en aparecer los memes haciendo alusión al coronavirus. Jocosos, ingeniosos, creativos, provocaban nuestra risa y desparpajo tan mexicano. Y no es que seamos indolentes o faltos de sensibilidad. Nuestra cultura es una cultura que se burla hasta de la muerte. ¿Porqué no de un virus? Rápidamente nos dimos cuenta de que esto era distinto. Que la expansión exponencial ponía en jaque a la ciencia médica, a los sistemas de salud de todos los países, a la economía global, a nuestros empleos y a las empresas. Nos empezamos a llenar de miedos, de temores, fundados o no, pero aterrados. ¿Qué es lo que estaba pasando? Nos mirábamos con rostros interrogantes.

De repente nos indicaron que teníamos que confinarnos en nuestros hogares. ¡¿Cómo que confinarnos?! Sí, y no se sabía de bien a bien por cuanto tiempo. La consigna era (es) Quédate en tu casa. Pues bien, -me dije- tomo mis cosas de la oficina y a encerrarme obedientemente haciendo home work desde ahí. No sabía lo que me esperaba. Supongo que una gran mayoría estábamos igual.

Traté de seguir con ciertas rutinas como levantarme temprano, hacer ejercicio, dedicar horas de trabajo fijas a mis actividades laborales, leer, escribir y ver alguna que otra serie o película. He perdido la cuenta de las horas que he pasado sentada frente a la laptop leyendo sobre el COVID-19, sobre las políticas sanitarias implementadas por diversos países, estadísticas de todo tipo, declaraciones de ida y vuelta sobre acusaciones y notas sobre si el virus fue creado o transmitido del murciélago al hombre, en fin. A las cinco en punto me siento frente al televisor a escuchar al subsecretario de Salud, Hugo López Gatell y vía telefónica o por zoom convivo con mi familia y amistades. Así fue como establecí mi rutina.

Pero todo esto después de más de 48 días de encierro tiene su costo. 

Viene a mi mente la película Groundhog Day (Atrapado en el tiempo, 1993) protagonizada por el genial Bill Murray. La trama, muy resumida, refiere que el noticiero para el cual trabaja como meteorólogo Phil Connors (Bill Murray), hombre arrogante, engreído e insufrible, es enviado a un pueblo de Pensilvania para que cubra un curioso evento en el que los lugareños confían la predicción del tiempo a una marmota llamada Phil, lo cual sucede cada 2 de febrero. Esto parte de la realidad, ya que granjeros de Estados Unidos y Canadá predicen el fin del invierno cuando una marmota sale de su madriguera.

Así, una vez cubierto el evento, se ve obligado a permanecer en el lugar, pues una tormenta de nieve lo obliga a pasar la noche en un hotel. Al día siguiente que despierta, se percata que todo lo que le está sucediendo (levantarse, ducharse, vestirse, desayunar, saludar, todo) es exactamente igual al día anterior. De esta forma descubre que está atrapado en el tiempo. Día tras día es igual. Solo algo va cambiando: su estado anímico. Pasa de la angustia a la desesperación, al miedo, a la pérdida de la realidad, a la depresión, obscuridad y finalmente al reencuentro consigo mismo y con su entorno. Es entonces que se rompe el hechizo del tiempo.

Uno navega por las redes sociales y se percata de las un y mil reflexiones que se intelectualizan: Que si es tiempo de cambiar conductas y actitudes, que si es momento de revisar nuestras vidas y qué haremos en lo que resta, que si este alto fue propiciado por la naturaleza para que ella asumiera su preponderante lugar en el planeta, que si debemos, queremos, podemos, en fin. Habrá que ver si esa intelectualización pasa a los hechos, a las acciones.

La condición humana es gregaria. Estos espacios de obligado confinamiento, a querer y no ha impactado nuestros ánimos. Hay días -los más- en que me levanto y no paro de trabajar, tratando de mantener tiempo y mente ocupada. Hay otros en los que ni yo misma me soporto. He llorado, he reído y he meditado. Me molesto conmigo misma y después celebro algo nuevo que descubro en mí. He ocupado mi tiempo con mis dos gatos, Pablo y Matilda, aunque a veces ellos prefieren guardar la sana distancia de mí. Y los comprendo. Les estoy invadiendo un espacio que casi les era exclusivo. Pero busco que mi risa no se apague y quiero seguir escuchándome, levantarme cada mañana sabiendo que hay un objetivo por el cual trabajar, en el cual aplicarme y dar lo mejor de mí. 

Pero las preguntas obligadas de este encierro no dejan de dar vueltas: ¿Acaso he sido una  una mala persona? ¿Cuál ha sido mi desempeño personal, familiar y profesional? ¿Estoy desubicada de la realidad? Estas y muchas más preguntas he tenido que responderme. No soy perfecta. Tampoco es que dé vueltas y vueltas al pensamiento machacando ideas.   No es saludable hacerlo y menos en este confinamiento. La mente es tan poderosa que aplicada en forma insana puede jugarte malas pasadas.

Soy una humana que trata de focalizar sus debilidades y fortalezas porque deseo para mi y para quienes me rodean un mundo mejor, en el que privilegiemos las relaciones sanas, el apoyo mutuo, el celebrar los éxitos ajenos, el compartir alegrías y tristezas tal vez buscando nuevas formas de hacerlo. Más auténticas y menos egoístas. Menos centradas en el yo y más en el nosotros.

No todo pasado fue peor. No todo lo que tuvimos y vivimos antes del COVID-19 fue necesariamente malo. Pensar así implicaría echar por la borda años de vida. Acaso es como la película Atrapado en el Tiempo, acaso lo que necesitamos es reflexionar sobre lo que estamos haciendo con nuestras vidas y lo que haremos de ella a partir de ahora. Eso, o elegir vivir el Día de la Marmota hasta el final de nuestros días. 

El virus del COVID-19 nos está dejando una gran lección. Quedarnos en las frases bonitas, en los memes positivos, en el mensaje de palabras para quedar bien pero no para sentir y actuar en consecuencia, esa sería la verdadera pandemia personal.