Cosas de Reyna

Luz roja, luz verde. El juego del calamar.



Debo decir que por cansancio mediático, el pasado fin de semana me dispuse a ver la serie surcoreana El Juego del Calamar, apenas estrenada el pasado 17 de septiembre en Netflix. Casi en contra de mi ser porque no es el tipo de géneros que prefiero. Vale decir que está inspirado en los comics de manga. Pero ahí voy, mitad enfado y mitad por saber de qué demonios trataba la serie que salía hasta en la sopa. Lo curioso es que gran parte del éxito de esta serie ha corrido de boca en boca, es decir, sin altos costos de promoción. Pienso que tal vez sea porque en la sociedad, hay algo de identidad con alguno de los diversos personajes.

En un total de nueve episodios de una primera temporada, la trama se centra en un raro concurso en el que participan 456 personas, todas con la misma característica: endeudados hasta el tope y más allá. Jóvenes, adultos y ancianos. La idea es que participen en un juego infantil popular en la población surcoreana. Si pierden, la consecuencia es la muerte. La parte del dinero del hoy difunto(a) entra a la bolsa en algo así como 100 millones adicionales de wones. Que alguien muera, aumenta la bolsa. Si al final alguien gana, recibirá 45 600 millones de wones que representan  $38,288.44 dólares o $45,600 millones de pesos mexicanos.  En un primer momento hubo un atisbo de moral y todos deciden suspender el juego y retirarse. El clásico comportamiento de remordimiento y acaso algo de moral y valores inculcados. Y si aunamos la desesperación, el resultado llega a ser nefasto. La debilidad humana es tan compleja, que deciden regresar y solicitar ellos mismos la continuidad del juego.

¡456 participantes! Pensé que la trama sería eterna. Irónica como soy, pensé: ahí vienen 456 episodios. Horror de horrores. Decidida como soy, dije pues ahí va y ahí voy. El punto es que a las primeras de cambio pierden la vida más de la mitad de los jugadores. Personas cuyo último recurso de supervivencia era firmar el participar en este juego porque ya mas no tienen. Ni en lo económico ni en lo espiritual. Solo añoranzas, lamentos y un bastante de soberbia. Así que firmar un papelucho, nada les hacía perder porque ya nada tenían. Y a los 456 los guía lo mismo. Sus miradas lo delatan, sus comportamientos lo gritan. Sus vidas desastrosas los empujan.

El esquema de la serie está bastante bien pensado y estructurado. No podía ser menos. Personajes como el usurero endurecido de corazón que se distancia de su familia, el jugador empedernido que todo lo pierde, el profesional caído en desgracia,  el enfermo terminal, el anciano que tiene contados sus días;  en fin, personas que lo han perdido todo, familia, posesiones, dinero, la complejidad desgarradora de la vida, como cortada en pedazos de carne viva  sangrante. Se atisba en ellos los deseos de recuperar aquella buena y tranquila vida de antaño solo a través del dinero. Un guiño pequeñísimo del director de la serie para decirnos que no todo está perdido aunque este camino elegido no es el mejor,  

Sin embargo lo que prevalece como desgarradora realidad es el de la desesperación y ceguera basados en una falsa inteligencia emocional. No se advierte un remordimiento convincente de los participantes de las razones provocadas por ellos mismos para llegar a esos niveles de pobreza emocional y permitir ser piezas de un juego perverso. Ganar, ganar, ganar al costo que sea. 

Lo interesante de la trama es el conflicto de las relaciones humanas y la decadencia de los valores sociales, familiares y personales. Utilizar al otro para lograr fines específicos. La soberbia del dominio físico y/o moral por el placer de hacerlo y con ello obtener beneficios económicos o supremacía moral mal entendida. El saberse atrapado en relaciones tóxicas como bucle emocional sin fin.  El aplastar para ganar. El fracaso de matrimonios y relaciones personales como justificación para lastimar a otros, en un acto de absurda superioridad que compensará la riqueza al ganar el premio mayor, cual si fuera una expiación de culpas. El vejante comportamiento del si yo no tengo, tú tampoco. Si yo no soy feliz, tú tampoco, y así hasta el infinito. 

La supervivencia descarnada, a partir de un juego tonto pero lleno de sorpresas. El dominio de la avaricia, del dinero, de la falsa grandeza del poder económico encima de cualquier otra cosa, el dinero que llena vacíos existenciales tanto de ricos como de pobres. El sádico juego de los poderosos contra los débiles que nada tienen o todo han perdido pero que ambas partes están dispuestas a jugar. El aburrimiento de los multimillonarios que urden -seguramente entre copas y vicios- como elaborar un juego que les divierta en un ajedrez humano utilizado. Y a lo que sigue. 

¿Cuántas veces hemos jugado el Juego del Calamar? Claro, guardando las debidas proporciones. En la serie, los juegos se van pintando en la pared, en la vida diaria, se pintan en la mente de cada persona. Los trajes de los guardias no permiten ver los rostros como signo de eliminar todo rasgo de personalidad e individualidad. No puedo evitar pensar en la puñalada trapera, en la impersonalidad de las relaciones humanas, en la mortalidad de los juegos de la serie y la infinidad de muertes simbólicas a que los simples mortales estamos expuestos ante la ambición, soberbia, el narcisismo que crece exponencial, silencioso, rapaz, nefasto, dañino, obscuro, que trasmina como la humedad y el cochambre dentro de familias, instituciones y sociedad.