Algo no está bien con este
proceso electoral. Algo no calza o no
funciona en el ambiente. No se han
generado como antaño –por ejemplo- aquellas frases chispeantes, inteligentes,
nacidas de la vagancia política de a deveras,
de las que uno y otro partido
hacían alarde y que se repetían en cada
café o reunión como refrendando la
sagacidad y agudeza mental del candidat@. Tampoco
se ha visto por ningún lado la fiebre de campaña nacida a partir del entusiasmo absoluto, total
y entregado a los y las candidat@s. No
se ha escuchado el discurso inspirador, contundente, espontáneo, firme y decidido, que invite y que provoque a
ser partícipe activo.
A diferencia de otros procesos
electorales, el actual parece una película surrealista en la que los personajes
centrales -los candidatos- se desenvuelven en cámara lenta en una secuencia de hechos
incoherente en tiempos y en espacio que no logra arrancar ningún encanto
al electorado. Alguna pincelada ha habido por ahí -a lo sumo- y eso es ya
alentador.
Cual película cansina escuchamos y leemos las diversas propuestas
de trabajo, compromisos que se adquieren y se sellan casi con sangre; sonrisas
que delatan desesperación en la mirada, fotografías con los mismos escenarios y las
mismas poses repetidas al infinito. La
consigna para tomar la placa –parece ser- es buscar a la viejita más anciana,
al niño más andrajoso, a la señora más doña, al niño embarrado con el dulce de
una paleta –no importa las consecuencias en el vestir- a quien sea pero que sea alguien o algo
conmovedor, que destaque el sentimiento del o la candidata quien entornará los
ojos con candidez aprendida. Desde su
mejor ángulo, of course.
El fondo musical de esta película
surrealista es macabro: Ya nos
aprendimos todos los slogans de campaña.
Ya escuchamos hasta la más absurda canción o jingle sobre candidat@S. Ya oímos los corridos inspirados en
ellos. Ya transitamos cada etapa del
proceso de photoshop de unos y
otros. Dicho sea de paso, el señalamiento no es por el uso de éste,
sino por el abuso. Somos
espectadores del fuego amigo y enemigo que se cruza de un lado a otro,
campeando a sus anchas.
Ligerezas aparte, no cabe duda que
cada candidat@ debe presentar su propuesta de trabajo y que además debe asumir
compromisos. De hecho y de derecho debe
ser así. Tampoco están mal las campañas políticas de proselitismo. Esto es parte de una democracia y de un
sistema de partidos como el que tenemos y de ahí que de alguna manera, casi
resignadamente hayamos tomado aire con toda fuerza para esperar a que este proceso finalice.
A pesar de lo anterior, hay algo
que destaca entre todo este jaleo: Estamos
cansados. Es ese característico cansancio que resulta de vivir repetidamente
lo mismo cada tres o seis años sin obtener resultados positivos o beneficios
colectivos que verdaderamente alcancen para todos. Es como la resaca de una mala noche que se
quiere olvidar pero que rabiosamente sigue presente.
El hastío no es pues con respecto a las campañas
políticas en sí, sino es consecuencia de una serie de desatinos gubernamentales
que transforman el sentir colectivo en una inconformidad social que a todos
toca porque todos padecemos.
De ahí que los hoy candidat@s
tienen una fuerte carga. De verdad.
Tal vez no haya más que descubrir
en este mundo de la política. O tal vez
ya no exista discurso nuevo que pronunciar. Ni pose nueva, ni frase inédita, ni
fórmula maravillosa. Lo cierto es que cada candidat@ del partido
que sea debe por exigencia social ser innovador para presentar propuestas que
nos convenzan, ideas que nos subyuguen,
proyectos que nos seduzcan, programas
que nos inviten a colaborar, a ser sujetos activos.
Hablamos y hablemos pues, de una democracia participativa, la que
permite verdaderamente ser, hacer y
proponer. No la que utiliza, ni
la que es disolutamente acotada o la que es para el momento o para el fin de
unos cuantos como corista de tarifa.
Tampoco la que se maneja en la
opacidad, en las negociaciones obscuras, en las que se justifican procederes o
se manejan posiciones políticas con el tanto por ciento, sea en favores o en
más cargos públicos o en contratos, o en lo que sea igual de reprobable.
En este sentido se debe atender a
una democracia participativa saludable, fincada en la colaboración individual y
colectiva en espacios de decisiones formales y alejada de prácticas despóticas
o serviles que impiden todo desarrollo que se precie de serlo. Una democracia participativa no es un
instrumento de uso del gobernante sino en todo caso lo es también para el
ciudadano, de tal forma que éste pase del viejo esquema de escuchar, leer,
opinar y acaso acudir a votar, para convertirse en un ente que vota razonadamente, que se expresa y se manifiesta, que exige, que cuestiona, analiza, asume responsabilidades en un
entorno de conciencia cívica que le derive en mayores beneficios colectivos a
presente y a futuro.
Los hoy candidatos deben hacer uso de sus más
amplias facultades de innovación y creatividad para construir un proyecto
colectivo que sea realmente incluyente, que abarque las diversas dimensiones
del quehacer social, productivo y
económico, que privilegie la participación social antes que la participación
política segmentada.