Cosas de Reyna

Mi conversación con el Cura Hidalgo


De repente lo vi. Por fin había logrado mi objetivo, o al menos eso creí. Crucé el pórtico de la iglesia para encontrarme con Miguel Gregorio Antonio Ignacio Hidalgo y Costilla Galeana Mondarte Villaseñor. Ahí estaba: con una personalidad arrolladora, carismático, gentil, no muy alto. Pelo entrecano pero no escaso. No se parece en nada a la conocida imagen oficial que tenemos de él. Voltea a verme, sonríe brevemente y hace señas de que lo espere. Está ocupado murmurando no se qué asuntos con José Joaquín –su hermano- y otros que según aprecié, eran Ignacio Allende y un guapísimo José María Morelos, el que, al percatarse de mi presencia, me guiñó un ojo. También se le conoce como el sacerdote de la libertad, aunque él se autodenominaba siervo de la nación. De repente recordé que a pesar de su sacerdocio, gustaba bastante de las mujeres. Bueno, al menos eso se dice desde entonces. Las malas lenguas aseguran que estuvo muy enamorado de una tal Francisca Ortiz pero se comenta que a la mera hora ella se decidió por otro. Su desilusión fue tal que ingresó al seminario.

Algunos niños corren presurosos por los pasillos detrás de un perro callejero, mientras espero pacientemente en una banca frente al jardín principal de la iglesia. Sus madres, con sendos rebozos, voltean a verme con extrañeza y disgusto. Mi vestimenta es tan distinta a la de ellas -enagua larga y huaraches-, que con pena le doy un tirón a mi falda corta de mezclilla. ¿Cómo es que llegué a este lugar vestida así? Trato de quitarme el maquillaje y disimulo la bolsa de mano que porto. Eso sí, escribo y escribo en mi libreta, tratando de anotar lo más posible los detalles que me rodean.

De repente oigo unos pasos y levanto la vista. ¡Es él, Don Miguel Hidalgo y Costilla! Con voz ronca y firme, me da la bienvenida no sin antes lanzar una mirada de desaprobación –supongo- a mi vestir. Dirigimos nuestros pasos a la sacristía en tanto le voy diciendo con pena que me disculpe pero que en mi época es normal esta indumentaria. Simplemente lanza un gruñido seguido de un “normal debería de ser que México estuviera en los primeros lugares de desarrollo; la cortedad de su falda solo refiere la cortedad del progreso del país por el que tanto luchamos. Su falda es lo de menos”. Se me olvida que el Zorro, como le llamaban sus amigos más cercanos, posee inusual astucia en juegos intelectuales. De ahí su apodo. Ya a los diecisiete años era maestro de teología y filosofía. Decido que tendré que irme con cuidado en la conversación. Apenada le respondo que precisamente con motivo del bicentenario del movimiento de independencia, el gobierno federal organiza una serie de eventos alusivos; que recién ha habido majestuoso desfile en la Ciudad de México de catorce héroes nacionales los que fueron recibidos por el mismísimo Presidente de la República en Palacio Nacional. Que estos próceres permanecerán once meses en un lugar especial para que los mexicanos podamos acudir a verlos.

De repente detiene su marcha en seco. Voltea para Interrumpir mi vehemente perorata, mirándome fijamente a los ojos:

Reyna, Reynita, ¿acaso crees que porque no vivo en tu época no alcanzo a comprender la dimensión de los problemas de México? ¿Sabes cuantas acciones y discursos se han justificado y apoyado en el movimiento independiente? Dime, ¿de qué ha servido la sangre derramada si al final siguen nuestros hermanos esclavizados? No te imaginas los corajes y sinsabores que he pasado ante tanta tarugada que cometen. ¿Honores? ¿Acaso crees que es un honor que me saquen de mi sepultura y me paseen públicamente ante un México destrozado en lo político, económico y social? ¡A mí que me dejen donde estoy! Lo único agradable de ese paseíto es haber visto los rostros de tantos hermanos mexicanos y te aseguro que a la par, ¡mi vergüenza no ha tenido medida!!

Sígueme –ordena-.

Ingresamos a la sacristía y con un ademán me ofrece asiento. Observo rápidamente que a pesar de la rusticidad del lugar, luce confortable, como invitando a la reflexión y la lectura. Fugazmente pasan por mi mente escenas de reuniones habidas en este espacio. ¡Cuantos de nuestros héroes de independencia habrán expresado aquí sus ideas y gestado ese movimiento histórico!

El Cura queda pensativo, parado en medio del lugar. Luego arrastra una silla y se sienta. Aprovecho para decirle: Señor, pero si sí hemos progresado muchísimo: Gozamos de educación, salud, trabajo… Bueno es cierto que no se ha logrado abatir los índices de desempleo y que la generación de mano de obra no es tarea fácil pero ahí la llevamos… no es tan sencillo combatir la pobreza pero se hacen esfuerzos significativos... A doscientos años del movimiento de independencia los saldos son buenos… Además… Apenas iba iniciando mi monólogo cuando de repente el Zorro da un manotazo sobre la mesa rústica que se tambalea. Se levanta, avanza hacia un fogón donde permanece una cafetera humeante. Remueve con una vara las cenizas. La deja al lado a la par que toma una taza del estante superior y se sirve café. Toscamente me ofrece una, la que acepto de inmediato. Yo, que he observado con atención todos sus movimientos, advierto hasta entonces que mi garganta está seca.

¡Así que crees que vamos bien! –dice- Así que te parece bien y correcto que la pobreza no se acabe a pesar de la danza de millones que destinan a cada programa! ¡Con que está bien que la gente no tenga empleo y que los municipios hayan olvidado la razón de su existencia y se conviertan en coto de poder para unos cuantos! ¿Y qué me dices de la seguridad pública? Con sorna dice: ¡Muy contenta has de estar, al igual que millones de mexicanos! ¡No les han alcanzado doscientos años para componer el país! Se deja caer en una vetusta silla. Agacha la cabeza, tal vez cansado, tal vez decepcionado. Una inmensa pena me invade.

Murmuro unas cuantas palabras y le digo que sí hay autoridades que están aplicando esfuerzos importantes para que se genere el cambio en aquellos renglones que la sociedad demanda. Que en distintos espacios educativos se gestan nuevas mentalidades, personas proactivas y comprometidas con la comunidad. Nuevamente soy objeto de su iracunda mirada, la cual estoy decidida a sostener pues estoy cierta en lo que argumento. Luchamos y termina dulcificando su rostro. Mis manos tiemblan aunque trato de disimularlo.

El caudillo se levanta, camina de un lado a otro. Su larga y roída sotana negra –casi gris por el desgaste- parece gritar las mil luchas sostenidas. Porta su indumentaria con orgullo. Se detiene y con voz pausada dice: Sí Reyna. Sin duda existen muchas personas que en su propio ámbito se desarrollan y realizan funciones de la mejor manera posible… En el púlpito, aquí, -y señala hacia el templo- les digo a los feligreses que la mejor manera de concluir una guerra es solidarizándonos unos a otros. A veces me siento solo en esta lucha… En ocasiones me lastima ver como los indígenas prefieren que se les dé el pan y el alimento en vez de emprender acciones por sí mismos. Les hemos ofrecido ayuda para lograrlo. Pero temen alzar el vuelo. Medita un instante para preguntar: ¿Es lo que hoy en día le dicen paternalismo de Estado? Solo atino a decir sí con un gesto, pues es obvio que desea continuar hablando: No sabes el daño que esto provoca. Hemos tenido que luchar en dos líneas: Por una parte contra el yugo español y por la otra con los mexicanos mismos que prefieren seguir las inercias marcadas por unos cuantos antes que ser activos en su propio desarrollo. ¡La peor lucha la tenemos con nosotros mismos! ¡Como quisiera que esto se entendiera! Es necesario que cada mexicano asuma su propia realidad, que asuma su propio compromiso primero con la familia –ahí está la esencia de todo-, luego con su trabajo y en conjunto todos con la comunidad! No hay ningún secreto mi estimada Reyna.

En ese momento tocan a la puerta. Es Doña Josefa Ortiz de Domínguez. Aunque no nos presentan, la reconozco de inmediato. ¡El peinado es inconfundible! Se acercan al fogón e intercambian algunas palabras, lo que aprovecho para observarla. Vestía recatadamente, con falda larga y blusa de cuello alto. Traía unas arracadas de oro y en realidad no es fea. Más bien es una mujer atractiva, alta, no muy delgada. Agitaba las manos –muy cuidadas por cierto- de tal manera que delata su temperamento recio. Ella le entrega algunos papeles al cura y se despide. Solo me dirige una breve mirada a manera de despedida.

El cura Hidalgo revisa rápidamente los documentos. Los guarda bajo su sotana, lo cual llama poderosamente mi atención y finjo que no he visto ese movimiento. Camina de un lado al otro, se mesa el cabello, se asoma por la única ventana que tiene el lugar. Aspira profundo, parece que se le ha olvidado que ahí continúo sentada y exclama: ¡Como duele este México tan querido! ¡Hemos suprimido la esclavitud y repartido tierras, pero no hemos sabido aún como romper las cadenas de la pasividad, del desinterés, del buscar culpables pero no soluciones! Declaramos la igualdad de todos ante la ley, pero la misma ley se ha encargado de establecer desigualdades que lastiman. Luchamos por un país sin opresión y resulta que la peor opresión que se tiene hoy en día es el abstencionismo electoral. ¿Cómo entender esto?

Queríamos una patria libre y justa. ¡Desde hace doscientos años! Me pregunto cuánto tiempo falta para que cada uno de los mexicanos y mexicanas, para que quienes ostenten el poder, alcancen a darse cuenta que la única solución es transitar el mismo camino, tener el mismo rumbo, con responsabilidades compartidas, no divididas…

Poco a poco fui perdiendo el hilo de la voz del Cura Hidalgo hasta convertirse en un murmullo inaudible … de repente escuché a una voz lejana que narraba el paso de los restos de los catorce próceres de la Independencia. Era el comentarista de televisión. Desperté. ¡Solo había estado soñado!

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