El pasado 18 de agosto regresaron
a las aulas 26 millones de estudiantes de nivel básico de escuelas públicas y
privadas en el país.
Pero el regreso es hoy distinto a
otros años. Con la pasada reforma educativa, este ciclo escolar es el primero
que inicia bajo mejores leyes y por ende, en otras condiciones. Los estudiantes habrán de recibir nuevos
libros así como materiales educativos –se entiende- muchos mejores, sin que
hasta la fecha esté definido el nuevo modelo educativo ya que como afirmó el
Secretario de Educación Pública el pasado 15 de agosto, Emilio Chuayffet, aquel aún se está preparando[1],
aunque queda claro que el rumbo
indiscutible es la calidad de la enseñanza en mejores espacios educativos y de
frente a nuevos rumbos en el mundo de la tecnología.
La reforma educativa tiene dos
ejes principales: Uno, el establecer las bases para la creación de un Servicio
Profesional Docente que en suma significa que los profesores se sometan a
evaluación dado que dentro de la Reforma
Educativa se le considera la figura más relevante del proceso educativo y dos, modernizar al Instituto Nacional de
Evaluación de la Educación (INEE) para convertirlo en un órgano autónomo.
El espíritu de la Reforma
Educativa es la calidad del proceso educativo. Más allá del discurso, significa
que cada profesor sea en sí mismo un elemento con alta valoración integral en
todas sus capacidades, en su desempeño, en el trato con sus estudiantes, con
los padres de familia, con sus iguales y con su entorno. No es en realidad tarea fácil.
Reflexionemos a partir de nuestro
entorno: ¿Cuantos profesores simulan impartir clase día con día? ¿Cuántos de ellos carecen de los más mínimos
elementos para pararse frente a grupo?
¿Cuántos realmente acuden a las aulas? Por desgracia, la respuesta a las
anteriores cuestiones es de suyo lamentable y se vive con ello –o sobrevive- día
a día. Profesores con facha de fin de
semana, profesores con ortografía homicida, con un vocabulario más que
limitado, lamentable; escribiendo todo con
“k”, portándose como estudiantes rebeldes –pero de los años setenta- al fin que
el asunto es evitar la productividad académica,
profesores que asignan tareas al grupo con tal de no atenderlo durante
el día. Profesores que “imparten” su clase a punta de palabras obscenas, con
críticas a sus iguales como si con ello se asumiera una mejor posición.
Profesores del tanto por ciento, de pesos y centavos.
Podríamos seguir con una larga
lista de preguntas pero no es el caso.
El punto central es que la evaluación de la calidad de la enseñanza es y
debe consolidarse como elemento sine qua
non para ostentar el cargo de profesor/profesora. Queda claro además, que los padres de familia
dentro de la Reforma Educativa jugarán un papel más importante pues de muchas
maneras son parte de esa comunidad escolar.
Entonces la Reforma Educativa nos
alcanza a todos. No es una reforma cuya
vida se desarrolle solo en el aula y se extinga ahí mismo. Todos los sectores y
niveles educativos habrán de realizar lo propio para mejorar significativamente
la educación en México que durante mucho tiempo ha estado en manos de
cualquiera menos de la docencia genuina, la que afortunadamente profesan tantos
académicos a quienes se debe que hasta ahora la debacle educativa haya tenido
colchones de esperanza.
Ninguna reforma educativa
tendrá verdadera vigencia material si antes cada uno de los estudiantes sea por
sí mismos o por conducto de sus padres
-en el caso de la educación básica- exijan con verdadero énfasis que
cada profesor o profesora que acuda al
aula posea efectivamente conocimientos de calidad y méritos académicos para compartir y no que se
presente con la fatídica frase “aquí
vamos a aprender juntos” como algunos fraudulentos profesores tienen el
descaro de afirmar.
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