Cosas de Reyna

Amor felino

Yo no lo busqué. Es más, me negué durante años a tener un amor así, tan incondicional y entregado. Sentía terror a ese sentimiento. No hubo petición, ni miradas suplicantes o caricias suficientes como para que aceptara yo traerlo a casa y hacerlo parte de mi pequeña familia de dos miembros: Mi hija Elizabeth y yo. Asumo que fue el destino o la casualidad o el capricho de alguna mano invisible quien lo trajo. Aunque pensándolo bien fue Elizabeth, tal vez guiada por ese destino, casualidad o mano invisible. Aún desconozco la razón específica por la cual se le metió entre ceja y ceja que quería tener un gato. Inocente de mí, acepté que se diera a la tarea de buscar uno vía adopción aunque terminó entregando una generosa propina para la compra de croquetas para los demás animalitos que vio en el lugar. Así fue como llegó Pablo a nuestras vidas. Menos mal que no acarreó con toda la tropa de mininos. 

¿Pero porqué Pablo? le cuestioné. A siete años de distancia de esa pregunta, continuo tratando de entender lo que masculló entre dientes. 

Pablo era una pequeña bolita blanca de ojos engañosamente azules; al crecer se tornaron verdes. La primer noche en casa maullaba como poseído y mi hija, temerosa de que yo protestara, lo encerró en su habitación dándole leche cada tres horas en un pequeño biberón, previo proceso de tibiar el líquido cual si fuera para un bebé humano. Yo encerrada a piedra y lodo en mi recámara, negada a participar en ese proceso, escuchaba horrorizada todos los movimientos nocturnos inusuales, con ojeras profundas, cuestionándome a qué bendita hora había yo cedido en algo que estaba tan firmemente negada. Después de una noche de idas y venidas, de rezongos -míos por supuesto- ,de reclamos bajitos primero y después casi desesperados, mi hija seguía de mamá abnegada y decidida a quedarse con el gatito. Criarla bajo el sistema de argumentos para la toma de decisiones en forma libre y responsable, no me ayudó mucho que digamos.

Nuestra vida cambió. Ahora era estar pendiente del arenero, del agua purificada, de las croquetas, de cepillarlo y llevarlo al veterinario. Nada hacía yo por supuesto. Era Elizabeth la que con esmerado cuidado ejecutaba tales tareas. Yo solo observaba de reojo esos rituales. Finalmente no era la dueña, decía para mis adentros, negándome aún a aceptar esa repentina intromisión en nuestro mundo. Pablo y yo manteníamos una cortés y fría distancia. Al menos así lo entendía.

La cosa se complicó cuando un año después llegó Matilda, otra adquisición gatuna vía adopción. Nuevamente Elizabeth salió al paso con el cuestionable argumento de que tener dos era como tener uno y que no habría diferencia. Ajá! Quisiera que lo repitiera en este justo momento pero ahora se encuentra a miles de kilómetros de casa, en tanto yo permanezco con Pablo y Matilda a mi absoluto cargo. 

Cuando Elizabeth decidió marcharse a otro país en lejano continente, durante varios días estuvo rondándome, tratando de dar paso a la conversación que inevitablemente habría de llegar. Tengo presente en mi mente su mirada lastimera y su voz entrecortada preguntando qué iba a hacer ella con sus críos. En mi fuero interno más bien la pregunta era ¿Qué iba a hacer yo? Pablo,  con sus travesuras, sus mimos de gotero, su arrogancia, con su paso de señor de la casa, me había ganado por entero. Matilda, reservada, callada, observadora y tierna, tenía ya un especial lugar en mi corazón. Estaba atrapada en el amor felino.

Anoto lo anterior porque veo aquí y allá arbolitos de navidad hermosamente adornados. Esferas relucientes, adornos de una creatividad espléndida. Quisiera correr a las mercerías y comprar listones, esferas, luces y todo lo posible para yo misma realizar la decoración de mi casa como lo hacía antaño, como hace siete años, justo la edad de Pablo, cuando hasta entonces adquiría un gran árbol natural, preparaba chocolate, horneaba galletas y procedíamos al ritual de decoración.

Todo eso acabó la primer temporada navideña de Pablo con nosotros;  habiendo estado el pino dentro de casa, listo para los colgajes, Pablo se extravió. Angustiadas lo buscamos afanosamente por doquier para finalmente encontrarlo en la cúspide del dichoso pino, subiendo y bajando a placer. Sobra decir que ese año acabó con esferas quebradas, listones roídos, luces quemadas, figuritas arrastradas por aquí y por allá. Rezongué las veinticuatro horas del día de los siete días de la semana. En los años posteriores, ya con Pablo y Matilda juntos, fui bajando el nivel de decoración navideña. Me fui haciendo más selectiva buscando aquello que a los mininos no les llamara tanto la atención o que fueran cosas durables, irrompibles, lavables, aspirables, en fin, hasta que simplemente suspendí lo del árbol natural, aromático, bellamente decorado que por años y años tuvimos en casa.  

Cambié todo por una decoración más austera, un árbol que pretende ser árbol navideño pero que en realidad son unas ramas largas con luces y cero esferas. Creo que a Elizabeth esto le gustó aunque nunca ha pronunciado palabra al respecto pues ella opta por lo minimalista y poquísimas veces me permite decorar su habitación. Sutilmente retira adornos, toallas de Santa y guirnaldas. Finjo no darme cuenta.

La época navideña implica unos cuantos días de brillo, de calidez -a veces casi obligada-, con rituales que para muchos son cansados, estériles, vanos y de estricto cumplimiento, amén desde luego de las respetables actividades religiosas. Pero me encanta la época, aún con las bajas que pueda tener en materia de decoración del hogar y re acomodar y re acomodar lo que alegremente Pablo y Matilda deshacen.

A cambio de no tener aquel vistoso árbol navideño por unos cuantos días, hoy  Pablo me espera puntual los 365 días en la ventana;  justo al entrar me gruñe por comida aunque quiero entender que es por cariño,  en tanto Matilda se acurruca invariablemente conmigo en el sillón. Ya no tengo privacidad para bañarme pues Pablo me observa de arriba a abajo y se niega ferozmente a que cierre la puerta en tanto Matilda se embelesa viéndome maquillar. Ir a la cocina y preparar café los fines de semana es un ritual de tres. Dejé de ser solo yo.  

Pablo es un celoso mortal. A veces pienso que tenemos una relación tóxica. Igual ha corrido al plomero que al albañil o algún pretendiente. Arrasa con todo lo que le prive mi atención. 

Dicen que los gatos son seres muy sensibles y lo creo con firmeza. Más de una vez han permanecido pegaditos a mi como fieles soldados cuando mi corazón o mi mente se encuentran atribulados. Parece que adivinan mis estados de ánimo. Decir que me reconfortan es quedarme cortísima. 

Por supuesto que no es que haya cambiado los afectos personales  por los felinos. Claro que no. Es solo que tener el cariño desinteresado de ellos me hace entender que no necesito una navidad, ni adornos, ni parafernalia alguna para aquilatar el valor de las personas y saber que lo incondicional, la lealtad, la confianza y el valor son cuestiones inherentes a todo ser vivo y no asuntos de una época ni de solo seres humanos.








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